martes, 20 de enero de 2015

Libertad de expresión

Condeno el terrorismo. Nadie debería sufrir por los actos de otro ser humano.

Europa está ahora envuelta en el terror, causa de los últimos atentados y amenazas terroristas. Es deleznable la actitud yihadista de aniquilar a todo el que no coincida con sus creencias.

Hecha esta condena, hay que añadir que tampoco puede tener consistencia alguna la idea de que la libertad de expresión no tiene límites. El derecho a la libertad de expresión no es absoluto, tiene límites, el límite es, principalmente, la dignidad de la persona. Por eso, las leyes, para proteger a la persona, condenan las calumnias e injurias, la incitación a la violencia o al delito, la discriminación o la apología del terrorismo.

Es verdad que no debe haber una censura previa, pero si alguien me insulta o publica falsedades sobre mi persona, tengo derecho a denunciarlo. Y, si tengo derecho y puedo demostrar que eran insultos y falsedades, quiere decir que al tal alguien no le amparaba ningún derecho, tampoco el de expresión, para expresarse así.

Existe también el derecho a la libertad religiosa. Nadie debe ser discriminado por su credo. Pero, ¿hasta dónde puede llegar la libertad de expresión, para no atentar contra el derecho religioso?

Recuerdo la enorme polémica que hubo en Cáceres con una exposición fotográfica que literalmente insultaba las creencias cristianas, parafraseando escenas evangélicas con desnudos o sustituyendo la hostia por un excremento humano. Aquello me dolió y me sigue doliendo en el alma. Ciertamente, tal barbarie no hubiese justificado la mayor barbarie aún de llegar a algún tipo de violencia física. La pena es que ni entonces, ni ahora, tenía recursos económicos para interponer una demanda judicial.


El que una expresión de tal tipo, por el motivo que sea, quede impune, no quiere decir que no sea reprobable. Respeto, por favor.



Abuelos y matanza

Con mi sobrino Dani, echando la calabaza cocida a escurrir para hacer las morcillas
La Navidad es un tiempo muy propio para las tradiciones familiares. Una de esas tradiciones es la matanza. Ya se va perdiendo, pero todavía quedan familias que acostumbran, aprovechando el que se reúnen todos, para matar el cerdo y preparar los tan ricos chorizos, morcillas, patateras, farinatos, buches, lomos, jamones.

El viernes me tocó llevar al veterinario los trozos que el “matanchín” había separado para ser analizados. Estando allí llegó un abuelo con sus dos lenguas, la de los guarros, para analizarlas. Entre comentarios sobre lo bien que cae el nuevo Papa, los curas, la familia y las tradiciones, el hombre comentó: “En casa ya sólo somos dos, yo ya no tengo necesidad de hacer la matanza, pero tengo una huertina, y ¿qué hago con los desperdicios?”

Imagino que, siendo dos en casa, no creo que se coman los dos cerdos, por lo que es de suponer que la matanza más bien la preparan para los hijos. Este hombre es de los que emigraron “al norte” y ahora, jubilados, han regresado al pueblo que los vio nacer. Seguro que también ellos, cuando venían en vacaciones, eran de los que se decía que venían con el maletero del coche vacío pero volvían con él pegando en el suelo.

Era normal que los emigrantes aprovechasen para hacer el acopio de los productos de las huertas y de las matanzas, que con tanto cariño les tenían preparados sus padres. Por eso quizá sean ahora ellos los que también mantienen viva la tan entrañable tradición, que en boca del veterinario, es toda una fiesta familiar y vecinal.

Durante estos días he ido a Cilleros a celebrar la misa y, aunque el templo no pareciese vacío, lo cierto es que nuestras iglesias van pareciendo centros de jubilados. Está claro que son los mayores los que mantienen las tradiciones. Y que sea por muchos años. No permitamos que se pierda tan rica sabiduría popular.

Feliz año nuevo.