El carnaval,
como todo lo espectacular y colorido, se ha convertido en un evento mediático,
que copa las primeras páginas de los periódicos y abre informativos. Pero “ya
no es lo que era”, se suele escuchar entre los mayores de nuestros pueblos.
En muchos
lugares, los disfraces es ya sólo cosa de niños y jóvenes. Los niños para
perder un día de clase, porque se suele adelantar al viernes, y los jóvenes
para sacar el botellón a la calle. Se conserva con fuerza, eso sí, en aquellos
lugares donde el carnaval ha subido de nivel, convirtiéndose en atracción
turística.
El carnaval nace
unido a la cuaresma. Como antesala de la misma, servía para darse los últimos
caprichos antes de que comenzaran los rigores penitenciales. Y, como la
cuaresma ya no es tampoco lo que era, no lo puede ser el carnaval.
La cuaresma, que
comienza con el miércoles de ceniza, es para los cristianos “un tiempo de
renovación”, según el Papa Francisco en su mensaje para este tiempo. Quizá
sería bueno no dejar pasar de largo la oportunidad de recuperar su sentido.
Lo primero que
al Papa le preocupa es el peligro de “la globalización de la indiferencia”. “Yo
estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta
actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial”.
Francisco
propone como solución preguntarse: “¿Dónde está tú hermano?” y tomar conciencia
de que en el mundo somos una unidad y “si un miembro sufre, todos sufren con
él”.
“La cuaresma es un tiempo propicio para
mostrar interés por el otro” y “ayudar con gestos de caridad”. Hay que “superar
la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia”, “porque la necesidad
del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida”. No negarán que esto son,
incluso, luces para superar la crisis.
Si los
cristianos recuperásemos la cuaresma, el carnaval se llenaría de sentido.