Existe la
velocidad de la luz, los límites de velocidad, la velocidad de paseo, y la del
funcionario. Seguro que no hace falta que diga a qué me refiero. Pero, por
favor, no se me ofenda nadie. Sólo pretendo expresar las, a veces, desesperantes
experiencias que nos toca vivir en las salas de espera.
Llevas sentado
ya un buen rato. Vas viendo cómo en otras secciones o departamentos llaman con
asiduidad, y tu cola no avanza. De repente, el o la funcionaria se levanta,
lleva papeles en las manos, sale y enfila el interminable pasillo hacia la
fotocopiadora, que siempre está al final y, entonces, lo ves: ha puesto la
velocidad funcionario. Es una marcha parsimoniosa así como solemne –cabeza alta,
hombros hacia atrás, miradas frecuentes a izquierda y derecha- y en cámara
lenta.
La desesperación
es ya, entonces, total. Si por lo menos llevase un alegre trote cochinero, las
esperanzas de no sentir que has perdido toda la mañana aún se mantendrían,
pero, no. Y, en el colmo de las desdichas, cuando ya te va a tocar, ves que de
nuevo se levanta, sin decir nada, esta vez va hacia la parte posterior de la
estancia, hacia el perchero, coge la bufanda y el abrigo y, para qué decir
algo, ya sabes que ha llegado la hora del café. Café que tú no te tomarás,
porque, si no, pierdes la vez. Toca esperar otra media hora, más un cuarto de
la bajada a velocidad funcionario, más otro de subida a la misma velocidad. Y
ahora, cuando entres, que te diga que te falta un papel…
Porque ya no
vivimos en la católica España, si no habría metido la mano en el bolsillo, habría
sacado las cuentas y habríamos comenzado todos: “Santo Rosario; por la señal…”
Menos mal que
hoy las autopistas de la información te permiten, con el móvil, mientras
esperas, haber resuelto tres asuntos por teléfono, contestado cuatro correos y
superado cinco niveles del Candy crush.
DISCULPAS: Pido perdón a
todos los que se han sentido ofendidos al leer este artículo en el periódico. Pretendía ser irónico y quizá haya ido
más lejos de lo debido o haya expuesto la situación sólo desde un punto de
vista y, además, excesivamente simplón. Generalizar no es bueno.
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