Se están llevando al cine, y
triunfando, una serie de obras de literatura juvenil que presentan unas
sociedades resultado de una catástrofe total, normalmente guerra, que pretenden
de una u otra manera encontrar una estabilidad que evite un nuevo desastre:
Divergente, Los juegos del hambre, El corredor del laberinto.
No en pocas ocasiones la ciencia
ficción ha sido profética. Me da miedo que la escalada de violencia en el mundo
y, sobre todo, la educación en la permisividad y falta de valores claros y
estables en la que están creciendo los niños, nos pueda llevar sin remedio a
algún tipo de situación parecida a la descrita en las novelas de ficción.
Es verdad que estoy siendo un
poco catastrofista, pero aquellos que durante años han trabajado con niños;
educadores, maestros, catequistas, en no pocas ocasiones manifiestan que cada
vez más los niños arrastran problemas de falta de atención, respeto e incluso
violencia. Agravándose esta situación en la adolescencia.
Entre otros problemas que afectan
a los niños, el Papa Francisco, denunciaba algo parecido en la audiencia del
miércoles pasado: “Demasiado a menudo en
los niños recaen los efectos de la vida de un trabajo precario o malpagado, de
horarios insostenibles, de transportes ineficientes… Pero los niños pagan
también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables, son
las primeras víctimas. Sufren los resultados de la cultura de los derechos
subjetivos exasperados, y se convierten después en hijos más precoces. A menudo
absorben una violencia que no son capaces de “disponer”, y bajo los ojos de los
grandes están obligados a acostumbrarse a la degradación.”
Cuando estos niños sean adultos y
todo lo que han vivido aflore en sus relaciones diarias, ¿cómo será la
sociedad, hacia dónde caminará? En la educación está que el futuro sea el que
queremos.
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