Fue don Emiliano, que en paz
descanse, párroco de mi pueblo, quien, por los años ochenta, quitó la costumbre
de rezar los responsos en cada tumba del cementerio, sustituyéndolos por una
misa en el mismo camposanto. Por entonces yo era monaguillo y tendría unos
nueve o diez años.
Me acuerdo que sólo los
monaguillos tenían el derecho de recorrer el pueblo pidiendo “los santos”, o
“pan caliente”. La gente nos solía dar fruta, castañas o algún embutido para
asar en lo alto del campanario de la iglesia, donde pasábamos dos días, el de
todos los santos y el de los difuntos, doblando sin parar. Doblar significa
tocar a difunto.
Mientras tanto, por turnos, dos
monaguillos acompañaban al cura en el cementerio para responderle en nuestro
latín macarrónico a los rezos de los responsos que la gente pedía que se
hiciesen frente a cada una de las sepulturas. Como siempre, delante de las de
las familias más adineradas solíamos tirarnos eternos minutos, que también en
esto había diferencias. Por estas fechas comenzaban en el pueblo las típicas
matanzas, de donde salen los tan ricos chorizos y morcillas, por lo que, en
broma, solíamos decir que los responsos, que todos se cobraban, eran para el
“guarro” del cura.
Esto que cuento con un poco de
sorna, no deja de ser la manifestación de la fe de un pueblo que ora por sus
difuntos. Unos, santos, que interceden por los vivos, y otros, aún en camino, y
que necesitan de las oraciones para culminar su paso a la vida eterna. Es
expresión de la creencia en la trascendencia de la vida que no retorna, sino
que tiene continuación.
Hoy, por motivos muchas veces
comerciales, se nos han metido los “halloweenes”, festividad celta del fin de
las cosechas, que sustituye el ideal cristiano de búsqueda de la santidad, por
un carnaval que no permite hablar con naturalidad de un hecho en la vida, que
todos moriremos.