martes, 28 de octubre de 2014

Santos y jalogüines

Cementerio de Villamiel, Cáceres, España

Fue don Emiliano, que en paz descanse, párroco de mi pueblo, quien, por los años ochenta, quitó la costumbre de rezar los responsos en cada tumba del cementerio, sustituyéndolos por una misa en el mismo camposanto. Por entonces yo era monaguillo y tendría unos nueve o diez años.

Me acuerdo que sólo los monaguillos tenían el derecho de recorrer el pueblo pidiendo “los santos”, o “pan caliente”. La gente nos solía dar fruta, castañas o algún embutido para asar en lo alto del campanario de la iglesia, donde pasábamos dos días, el de todos los santos y el de los difuntos, doblando sin parar. Doblar significa tocar a difunto.

Mientras tanto, por turnos, dos monaguillos acompañaban al cura en el cementerio para responderle en nuestro latín macarrónico a los rezos de los responsos que la gente pedía que se hiciesen frente a cada una de las sepulturas. Como siempre, delante de las de las familias más adineradas solíamos tirarnos eternos minutos, que también en esto había diferencias. Por estas fechas comenzaban en el pueblo las típicas matanzas, de donde salen los tan ricos chorizos y morcillas, por lo que, en broma, solíamos decir que los responsos, que todos se cobraban, eran para el “guarro” del cura.

Esto que cuento con un poco de sorna, no deja de ser la manifestación de la fe de un pueblo que ora por sus difuntos. Unos, santos, que interceden por los vivos, y otros, aún en camino, y que necesitan de las oraciones para culminar su paso a la vida eterna. Es expresión de la creencia en la trascendencia de la vida que no retorna, sino que tiene continuación.


Hoy, por motivos muchas veces comerciales, se nos han metido los “halloweenes”, festividad celta del fin de las cosechas, que sustituye el ideal cristiano de búsqueda de la santidad, por un carnaval que no permite hablar con naturalidad de un hecho en la vida, que todos moriremos.


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