La Navidad es un tiempo muy
propio para las tradiciones familiares. Una de esas tradiciones es la matanza.
Ya se va perdiendo, pero todavía quedan familias que acostumbran, aprovechando
el que se reúnen todos, para matar el cerdo y preparar los tan ricos chorizos,
morcillas, patateras, farinatos, buches, lomos, jamones.
El viernes me tocó llevar al
veterinario los trozos que el “matanchín” había separado para ser analizados.
Estando allí llegó un abuelo con sus dos lenguas, la de los guarros, para
analizarlas. Entre comentarios sobre lo bien que cae el nuevo Papa, los curas,
la familia y las tradiciones, el hombre comentó: “En casa ya sólo somos dos, yo
ya no tengo necesidad de hacer la matanza, pero tengo una huertina, y ¿qué hago
con los desperdicios?”
Imagino que, siendo dos en casa,
no creo que se coman los dos cerdos, por lo que es de suponer que la matanza
más bien la preparan para los hijos. Este hombre es de los que emigraron “al
norte” y ahora, jubilados, han regresado al pueblo que los vio nacer. Seguro
que también ellos, cuando venían en vacaciones, eran de los que se decía que
venían con el maletero del coche vacío pero volvían con él pegando en el suelo.
Era normal que los emigrantes
aprovechasen para hacer el acopio de los productos de las huertas y de las
matanzas, que con tanto cariño les tenían preparados sus padres. Por eso quizá
sean ahora ellos los que también mantienen viva la tan entrañable tradición,
que en boca del veterinario, es toda una fiesta familiar y vecinal.
Durante estos días he ido a
Cilleros a celebrar la misa y, aunque el templo no pareciese vacío, lo cierto
es que nuestras iglesias van pareciendo centros de jubilados. Está claro que
son los mayores los que mantienen las tradiciones. Y que sea por muchos años.
No permitamos que se pierda tan rica sabiduría popular.
Feliz año nuevo.
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